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"Lo vío y se enterneció profundamente".

  • Foto del escritor: Manuel Hernández Rivera
    Manuel Hernández Rivera
  • 31 mar
  • 4 Min. de lectura

IV Domingo de Cuaresma

Ciclo C

Homilía 30 de marzo de 2025

Jos 5, 9. 10-12; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32


Una parte de la parábola del “Hijo pródigo” que meditamos en este cuarto domingo de cuaresma se repite seguidamente en nuestra sociedad. Algunos hijos deciden abandonar su hogar en búsqueda de satisfacer deseos sin pensar en las necesidades de su familia; otros, siguiendo sus intereses personales, malgastan el patrimonio familiar que tanto trabajo ha costado conseguir; unos cuantos han matado las relaciones con sus padres porque simplemente no les importa la familia.

            Por el otro lado, existen hermanos mayores no se alegran ante el regreso de los hermanos menores porque se vuelven una carga; algunos solo critican la vida de los hermanos sin comprometerse verdaderamente en ayudarles; otros también han dejado de amar a la familia estando tan cerca porque han caído en la rutina o ya no se sienten hijos amados.

Estas y muchas historias similares hemos vivido en nuestros núcleos familiares o escuchado en las situaciones familiares de amigos y conocidos. En algunas ocasiones hemos sido el hermano mayor o el menor.

            Afortunadamente algunos padres aun reflejan el amor del Padre Bueno. Mientras algunos reciben a sus hijos con severos castigos o echan en cara el dolor causado cerrando las puertas del hogar definitivamente, hay otros que reflejan (con amor humano) el amor divino del padre bueno de la parábola; este padre se alegra ante el regreso de su hijo y hace una fiesta porque “el hijo que estaba muerto ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

            Según san Lucas, Jesús dirige la parábola a los fariseos y escribas que murmuraban y criticaban la relación del Señor con los publicanos y pecadores; éstos se acercaban para escucharle, aquéllos cerraban su corazón. La actitud de escucha y cerrazón serán reflejadas en las actitudes de los dos hijos de la parábola.

            En primer lugar, el hijo menor decide cortar la relación con su padre para satisfacer no sus necesidades sino sus deseos; pide imprudentemente la herencia que le corresponde con un sutil deseo de muerte al padre porque normalmente la herencia se recibe después de la muerte del progenitor o por iniciativa de él; finalmente derrocha y malgasta los bienes en una vida disoluta, esto es, entregado a los vicios. El hijo perdió su libertad y cayó en esclavitud.


Sin embargo, en tiempos de hambruna y en medio de un escenario fatal, el hijo menor sintió hambre, es decir, se sintió vacío. Esta necesidad lo hizo reflexionar. Entró en sí y abrió la puerta del cambio. Tal vez el arrepentimiento aún no era sincero pero se puso en camino creando un discurso para ser admitido como trabajador pues ya no se reconocía como hijo. Después de tener todos los derechos de hijo se siente un trabajador temporal.

            Pero “el Padre lo vio y se enterneció profundamente”. Hermanas y hermanos, contemplemos esta imagen misericordiosa de Dios. ¿Quién sale al encuentro de una persona que nos ha lastimado? ¿Qué persona es capaz de olvidar todo y darnos una nueva oportunidad a pesar de que el arrepentimiento no sea del todo sincero? En efecto, solo Dios y es en su abrazo cuando descubrimos nuestra falta de amor; en su amor alcanzamos arrepentimiento perfecto.

Seguramente el padre lo esperaba diariamente pero ese día, al verlo, le palpitó el corazón de ternura y alegría, salió a su encuentro, lo abrazó, lo cubrió de besos; no le dio tiempo de escuchar el discurso preparado, no le hizo preguntas ni le reprendió, solo le dio lo que necesitaba, es decir, al amor que había perdido. Le devolvió la dignidad vistiéndolo nuevamente, confirmó su dignidad de hijo entregándole el anillo y no solo le dio comida sino que organizó un banquete.

En esta historia descubrimos que Dios es infinitamente misericordioso y nos da más de lo que merecemos, no por nuestros méritos sino por su amor. Por esta razón es importante reflexionar: ¿qué se nos ha dado y estamos mal gastando? ¿qué necesidad personal puede ponernos en camino para el encuentro misericordioso y sincero con Dios?


El Padre ha recuperado lo que estaba perdido, ha salvado lo que estaba muerto y esto es motivo de alegría, gozo y fiesta. Pero faltaba por recuperar a otro hijo, el mayor. Este hijo había ya cerrado su corazón al padre, se encontraba en la rutina de la administración de la herencia, tampoco se sentía hijo sino esclavo y no consideraba a su hermano como tal. En su discurso solo hay reclamo y necesidad de recompensa, pero no hay amor.

Sin embargo, el padre también salió a su encuentro y lo invitó a la fiesta, pero el hijo mayor se negó y cerró su corazón.

Un Padre, dos hijos, dos actitudes frente al amor incondicional de Dios. Jesús no solo nos revela el rostro misericordioso del Padre sino que invita a los escribas y fariseos a no sentir que su herencia se ve disminuida por el amor de Dios a los pecadores ni creerse con el derecho de excluir a otros de la presencia de Dios. Al contrario, el Padre de la Misericordia invita a todos al banquete de quienes se han perdido y han sido encontrados, estando muertos han vuelto a la vida, siendo esclavos del pecado ahora son libres.

Pidamos al Señor su Misericordia, hagamos nuestra la invitación del salmista: “haz la prueba y verás que bueno es el Señor” porque Él “hoy nos ha quitado de encima el oprobio [de la esclavitud del pecado]. Que así sea.

 
 
 

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